28.3.06

Vientito del Paraná

Puta que estaba lindo Dorian Gray, entrecerrando sus ojos de hoja de soja y mojando las patas gráciles, núbiles, en el agua fresca del mediodía litoraleño. Eran piernas de quimera, las del muchacho, y boca de Dios.

El Marqués lo acompañaba y Sofanor Cardozo, el resero, calentaba al fuego las herraduras para sus dos convidados.

Dorian recitaba versos perversos y Donatien Alphonse François, que no era otro que el Marqués de Sade, los anotaba dequerusa en un cuaderno Avon, rayado, con espiral.

Cuando los herrajes estuvieron listos, don Cardozo llamó a los zánganos con un zumbido. Como sólo acudieron abejas macho, ansiosas de exhibir su virilidad revoloteando alrededor de él, el viejo se dirigió directamente a los dos amigos con un par de silbidos cortos, de los que antaño usara para llamar al Cachafaz. Esta vez tuvo éxito y Gray y el Marqués resultaron herrados. También el resero estaba errado, ya que había calentado cuatro herraduras para dos personas que daban toda la impresión de manejarse en dos piernas.

Entonces se comieron las dos herraduras sobrantes, calentitas, con el mate. Y se fueron.

22.3.06

Los perros que se van


“Iba a llamarse Pamela, pero terminó siendo Pomelo”, dijo Juli a nuestros padres. Los criadores no pudieron evitar un involuntario rictus de horror ante los argumentos irrefutables de una nena de 11 años que sostenía en brazos a uno de los cachorros más chiquitos de la última camada, hijo, nieto y bisnieto de campeones, con todas las características de un Airedale Terrier legítimo y el nombre en regla de Eliat de Ayar Chehua. De más está decirlo: la nena se salió con la suya y Pomelo llegó a casa. Yo tenía 13 y ese fin de año me iba a Bélgica, por lo que prácticamente nos cruzamos en la puerta, la bolita peluda y yo.
Nos encontramos a mi regreso, yo distinto y él casi irreconocible. No nos importó y corrimos, rodamos en el pasto, nos mordimos, gruñimos y nos pusimos sobrenombres tontos.
Hoy, 13 años después, Pomelo está en una jaula impersonal en un hospital veterinario de Morón. Tiene dos sondas en el cuerpo, hace 24 horas que está internado y sigue con la arritmia cardíaca con la que entró. Está viejito y, si entiende lo que está pasándole, se habrá ya preparado para otro viaje, más largo que los de las vacaciones de mi adolescencia, sin posibilidades de sacar el hocico por la ventanilla ni babear con los belfos los vidrios. O no. A lo mejor, los perros que se van pueden viajar por siempre en auto. O no: a lo mejor no se van nada.

18.3.06

Tout a été dit cent fois

Todo se ha dicho cien veces
Y mucho mejor que por mí
Por eso cuando escribo versos
Es porque me divierte
Es porque me divierte
Es porque me divierte y váyanse a tomar viento.

Boris Vian, Je voudrais pas crever, Francia, 2000

17.3.06

No vivo

Estar acá es
como bucear por dinero en las aguas densas del Riachuelo,
como arrojar cadáveres desde un helicóptero,
como limarme los dientes,
como coserme los ojos,
como juntar verduras podridas al costado de la vía del tren,
como comer cartón mojado,
como vivir en Liniers bajo la autopista,
como criar verrugas bajo las uñas,
como dormir sobre un perro sarnoso y purulento.

Las horas que vendo son irrecuperables y
mi sueldo no alcanza para comprar
todo lo que no vivo.

Me siento minimizado y
embrutecido
como Kafka en la compañía de seguros.

Cualquier día me muero.
Y deberán buscar otro administrativo.

13.3.06

Villa Luro, diez años después

Hace casi diez años me bajaba del tren en Villa Luro, cruzaba el puente sobre las vías y tomaba la calle Víctor Hugo hasta Moliére; las mañanas eran soleadas y yo confraternizaba secretamente con los escritores que, habiendo pergeñado maravillas, terminaban dando nombre a calles que nacían entre la autopista y el andén y se desdibujaban en la avenida Juan B. Justo. Yo estaba destinado a grandes cosas, escribía como Arlt y daba forma a mis primeras canciones (o letras, en realidad; apenas cuatro o cinco estrofas con una melodía sobrevolándolo todo y obligándome a cantarla una y otra vez para que no se me olvidara) y tenía tiempo: era muy joven, un muchacho realmente prodigioso.

Y esas mañanas de Villa Luro estaban llenas de luz naranja, y yo me dirigía a mi primer trabajo parando en cada esquina a garabatear una idea genial en mi block. Acababa de terminar el secundario y estaba dando ya mis primeros pasos en una carrera artística, convencido de que en tres o cuatro años más sería un cineastaescritormúsicopensador. Mi generación aguardaba por mí.

Y esas mañanas de Villa Luro eran apenas el preámbulo de lo que vendría después, a la salida del trabajo, tras un corto viaje hasta Caballito. Ahí vivía mi novia, mi primera novia, mi real y único amor, aquella por la cual estaba dispuesto a morir y matar. Ésas eran las tardes rojas, las noches violetas, los dos hablando sandeces y emborrachándonos en el Parque Rivadavia, llevando símbolos de la paz y escabulléndonos de madrugada hasta la terraza desierta del edificio de ella para coger bajo el cielo nocturno, con la castidad y la pobreza de los 18 años.

Hace casi diez años de todo eso. Hoy me bajé en Villa Luro para ir a la casa de un amigo, que está de vacaciones, y ver si todo estaba en orden. Repetí de memoria el camino de mis recuerdos hasta el 600 de Moliére y subí a su departamento. Una vez ahí, tras la búsqueda infructuosa de algo mejor, me preparé una taza de café soluble con el contenido apelmazado de un frasco olvidado en el estante más alto de la alacena y me senté en la mesa a escribir esto.

10.3.06

Ricardo

Esa mañana buscó mecánicamente el revolver en el último cajón del escritorio, lo cargó y lo guardó en el bolsillo derecho del saco mientras preparaba café. Fue precisamente la Volturno haciendo gárgaras calientes lo que lo despertó, lo que hizo que notara de repente ese peso en el bolsillo, pero se sintió tan cansado que dejó todo como estaba. Ricardo arrastraba tras de sí un cansancio de siglos.
En la recepción de la primera empresa que visitó se repitió la misma escena de todas las mañanas de su vida.
-Buenos días, tengo una cita con el Ingeniero Nollmann -se anunció Ricardo.
-Cómo no, ¿su nombre? -preguntó jovialmente la secretaria.
-Tapia. Ricardo Tapia.
-¿Como Robin? -dijo la chica con una sonrisa.
-Exacto -dijo Ricardo. Y le descerrajó un tiro en la frente.

Distancia

Es la distancia lo único que compartimos, así que no sé de qué te reís, no sé cómo hacés para no sentir la gigantesca burbuja que late entre ambos, esa burbuja que cualquier día revienta y nos deja cubiertos de nada a los dos.

7.3.06

Ciencia [dedicado a A.]

En algún lugar de los vastos arenales de Marte hay un cristal muy pequeño y muy extraño.
Si alzas el cristal y miras a través de él, verás el hueso detrás de tu ojo, y más adentro luces que se encienden y se apagan, luces enfermas que no consiguen arder; son tus pensamientos. Si oprimes entonces el cristal en el sentido del eje medio, tus pensamientos adquirirán claridad y justeza deslumbrantes, descubrirás de un golpe la clave del Universo todo, sabrás por fin contestar hasta el último por qué.
En algún lugar de Marte se halla ese cristal.
Para encontrarlo hay que examinar grano por grano los inacabables arenales.
Sabemos, también, que, cuando lo encontremos y tratemos de recogerlo, el cristal se disgregará y sólo nos quedará un poco de polvo entre los dedos.
Sabemos todo eso, pero lo buscamos igual.
Héctor G. Oesterheld, Los argentinos en la Luna, Argentina, 1968

2.3.06

Chica

Era nuestra primera noche en Santiago de Chile. El guitarrista y el bajista se habían quedado no sé dónde, arrullados por los ligeros efluvios del pisco con Coca-Cola, y yo me dirigía con la chica llamada Chica a algún lugar que no consigo recordar. Estaba solo en el asiento trasero de su auto, con ella abrochándose el cinturón de seguridad e intentando darme conversación, cuando Colorín se asomó por la ventana abierta del acompañante y le dijo algo a Chica, algo rápido e ininteligible como puede ser el chileno de madrugada. Ella asintió, buscando en su cartera de Pandora ante los ojos muy abiertos del pelirrojo. Chica se apoyó en la pierna la licencia de conducir y armó dos o tres prolijas líneas blancas. Ambos inhalaron profundamente y me ofrecieron con un movimiento de cabeza el ajado documento. "No, gracias", dije, con una sonrisa a medias, pretendiendo mundanía y logrando exactamente el efecto contrario.
Tras dos minutos cargados de nada, Chica se volvió y me sugirió "Abróchate el cinturón, cabro" y luego giró la llave en el contacto.